Robert Rauschenberg, 'Quiet House−Black Mountain College', 1949. Astudillo Collection © 2025 Robert Rauschenberg Foundation/Licenciado por VAGA en Artists Rights Society (ARS), Nueva York/VEGAP, Madrid.
Cuarenta años después de su primera exposición en la Fundación Juan March, Robert Rauschenberg (Port Arthur, Texas, 1925 – Captiva, Florida, 2008) regresa a Madrid con una muestra que revisita su obra desde una perspectiva tan reveladora como inevitable: la fotografía. Coincidiendo con el centenario de su nacimiento, la exposición —realizada en colaboración con la Robert Rauschenberg Foundation— propone una relectura de toda su trayectoria como una práctica esencialmente fotográfica, situando la cámara en el centro mismo de su proceso creativo.
Rauschenberg fue una figura bisagra en el arte del siglo XX: un artista que desdibujó los límites entre pintura, escultura, collage y performance, abriendo el camino hacia el arte conceptual y los lenguajes híbridos del presente. Pero detrás de sus célebres Combines —esas piezas que mezclaban materiales, imágenes y objetos cotidianos— latía una sensibilidad fotográfica que estructuraba su manera de mirar el mundo.
La exposición de la Fundación Juan March parte precisamente de esa mirada. Reúne un recorrido que va desde sus primeras fotografías de los años cincuenta, realizadas durante su estancia en el experimental Black Mountain College, hasta la serie Ruminations (1999), donde el artista combina imágenes y recuerdos personales en una suerte de álbum íntimo y crepuscular.
En los años del Black Mountain, Rauschenberg aprendió los fundamentos de la fotografía con Hazel Larsen (Milwaukee, 1921 – Tucson, 2001) y Aaron Siskind (Nueva York, 1903 – Providence, 1991), dos figuras clave de la vanguardia norteamericana. Esa formación temprana definió su relación con la imagen: no como un mero documento, sino como un campo de experimentación técnica y conceptual. La cámara, para Rauschenberg, era un dispositivo para captar el azar y la textura de lo cotidiano, un instrumento de observación que luego trasladaría a sus lienzos y objetos.
Durante la década de 1950, sus Combines incorporaron recortes de prensa, imágenes publicadas y fragmentos del entorno urbano, integrando el lenguaje mediático en el terreno de la pintura. Más tarde, en 1962, el artista daría un giro técnico decisivo al comenzar a utilizar la serigrafía, un procedimiento que le permitió transferir fotografías directamente al lienzo. De este modo, su pintura se volvió literalmente fotográfica, convirtiendo el acto de ver y reproducir imágenes en el núcleo de su trabajo.
Rauschenberg no distinguía entre lo alto y lo bajo, entre el arte y la vida. En su concepto de random order —orden aleatorio— encontraba una poética del caos donde todas las imágenes coexistían sin jerarquía: la cultura popular junto al arte clásico, la prensa junto al recuerdo personal. Esa falta de jerarquía visual se refleja también en la estructura de la exposición, que propone un flujo continuo de imágenes y técnicas, como si toda su producción formara parte de un mismo carrete infinito.
El recorrido concluye con Ruminations, una serie teñida de melancolía en la que el artista vuelve sobre sus propios archivos fotográficos para elaborar un autorretrato de la memoria. En ella, Rauschenberg demuestra que la fotografía no fue para él un medio auxiliar, sino una forma de pensamiento visual que acompañó cada una de sus metamorfosis artísticas.
Con esta exposición, la Fundación Juan March no solo celebra el legado de uno de los creadores más influyentes del siglo XX, sino que ofrece una lectura lúcida de su obra: la de un artista que, cámara en mano, reinventó el acto de mirar.
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