Michelangelo Antonioni 'Montagna Incantata nº188'. Ferrara, Archivio Michelangelo Antonioni. © Ferrara, Gallerie d'Arte Moderna e Contemporanea.
La Virreina Centre de la Imatge (Barcelona) presenta La muntanya anàloga [La montaña análoga], una exposición que propone un encuentro tan inesperado como fértil entre Michelangelo Antonioni (Ferrara, 1912 – Roma, 2007) y Luigi Ghirri (Scandiano, 1943 – Reggio Emilia, 1992). Lejos de plantearse como un estudio comparativo convencional, la muestra–comisariada por Frederic Montornès–se despliega como un ensayo visual en movimiento, un proceso abierto que indaga en las afinidades profundas que pueden surgir entre dos lenguajes, el cinematográfico y el fotográfico, cuando ambos se aproximan al paisaje como construcción mental.
El punto de partida son las Montagne Incantate [Montañas Encantadas] de Antonioni, una serie poco conocida que el cineasta comenzó a desarrollar en los años ochenta. Estas imágenes–originadas a partir de collages y pequeños esbozos pigmentados con acuarelas, tintas o pasteles–funcionan como un laboratorio donde el director investiga aquello que en su cine aparece de manera intuitiva: la dimensión atmosférica de la imagen, su cualidad táctil, la tensión entre lo visible y lo indeterminado. El proceso de ampliación fotográfica, el blow-up, no es aquí un simple procedimiento técnico, sino una prolongación conceptual del gesto pictórico. Antonioni se sirve de la ampliación para convertir unos fragmentos casi domésticos en paisajes ambiguos y casi oníricos. En ellos late un eco de sus películas: una percepción suspendida, un color que parece surgir del tiempo más que del pigmento, una materia que se ofrece siempre en estado de formación.
Frente a ese universo compacto y autorreferencial, las montañas de Luigi Ghirri se articulan de un modo disperso y rizomático. No pertenecen a una sola serie, sino que aparecen como motivos recurrentes a lo largo de su producción inicial. En Ghirri, la montaña no es un objeto sino un pretexto: una forma que permite ensayar distintos tipos de distancia, poner en crisis la escala humana y, sobre todo, interrogar la capacidad de la fotografía para captar un mundo profundamente mediado por signos. La suya es una mirada entrenada para detectar los pliegues de lo cotidiano, para registrar la fricción entre la naturaleza y sus representaciones. Así, las montañas ghirrianas no evocan sublime alguno, sino una suerte de extrañeza familiar: aparecen acompañadas de objetos ajenos al paisaje, filtradas por ventanas, fragmentadas en carteles o modeladas en maquetas que desestabilizan la relación entre realidad y representación.
El diálogo entre ambos artistas se construye, precisamente, en esa tensión entre lo imaginario y lo interpretado, entre la montaña como espacio mental y la montaña como signo. Montornès evita la tentación de forzar conexiones y prefiere hacerlas emerger por acumulación, permitiendo que el público establezca vínculos intuitivos: la permeabilidad entre soportes, la vocación ensayística de ambos creadores, la sensación de que cada imagen contiene un tiempo que no avanza, sino que respira.
El título de la exposición, tomado de la novela inacabada de René Daumal, funciona como brújula conceptual: una montaña que existe sólo en el pensamiento, pero cuya búsqueda transforma a quienes la emprenden. Eso parece sugerir la muestra: que la imagen puede ser un territorio de transformación, un lugar donde la percepción se desacelera y se hace consciente de sí misma. La muntanya anàloga invita, así, a un recorrido lento, casi meditativo, donde cada imagen abre una posibilidad de pensamiento antes que una respuesta.
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