Certificado de evitación emitido antes de su suscripción, que acredita la no ejecución de la macroobra proyectada por Josep Piñol en la Amazonía. Cortesía del artista.
El pasado 4 de octubre, el Museu Tàpies de Barcelona acogió una acción insólita: un artista decidió renunciar a construir su obra y convertir esa renuncia en el núcleo de una nueva pieza. Con La primera obra de arte evitada, Josep Piñol (Tivenys, 1994) lleva el arte conceptual a un nuevo territorio, donde la ausencia no es una metáfora sino un acto administrativo, jurídico y económico.
En una ceremonia performativa ante notario, Piñol firmó la renuncia definitiva a ejecutar una monumental instalación proyectada en Belém (Brasil), ciudad que acogerá la COP30. El gesto —una «evitación» certificada— se tradujo en una cifra precisa: 57.765 toneladas de CO₂ equivalente que habrían sido emitidas si la obra se hubiera construido. La no-materialización fue registrada como crédito de carbono por la entidad Art Carbon Avoidance S.L., con un valor estimado de 1,6 millones de euros.
El artista donó solo una tonelada acreditada al coleccionista que adquirió la pieza y liberó el resto de los créditos, renunciando expresamente a su explotación o venta. Con ello, Piñol desactiva la lógica del beneficio y pone en crisis el mecanismo especulativo del mercado del carbono. Lo que en otros contextos se traduce en compensaciones corporativas o en operaciones de greenwashing, aquí se convierte en un ejercicio de desposesión.
La performance, comisariada por Roberta Bosco y presentada en el marco del cierre del ciclo Museu Habitat, dirigido por Manuel J. Borja-Villel, reproduce —y a la vez subvierte— las dinámicas del mercado voluntario de créditos de carbono, en particular el de las emisiones evitadas, aquellas que se estiman pero nunca se producen. Al trasladar esa lógica al terreno del arte, Piñol hace visible la fragilidad ética de un sistema que monetiza incluso la no-contaminación.
El proyecto original no era un ejercicio de ficción: contaba con dos rondas de financiación cerradas, por un valor total de 18,4 millones de euros, y un desarrollo técnico avanzado. Concebida como una planta de captura directa de carbono (DAC) en la cuenca amazónica, la macro-obra iba a estar coronada por cien figuras de bronce con traje ejecutivo erguidas sobre ataúdes convertidos en módulos de captura de CO₂. Sin rostro ni identidad, esas siluetas aludían al poder económico global: una masa anónima de «decisores» que, según el informe Carbon Majors, concentra cerca del 90 % de las emisiones planetarias.
Piñol detuvo el proceso en el punto de mayor viabilidad. Lo que pudo ser una mega-instalación ecológica terminó siendo un certificado notarial de renuncia, convertido en arte. «No se trata de capitalizar la extinción del arte, sino de escenificar las lógicas del mercado climático», explicó el artista. «En tiempos de emergencia, no todo merece ser construido: hay obras que hablan más en su ausencia que en cemento y bronce».
De esta manera, Piñol pone a la venta la exención de un pecado ecológico, ironizando sobre el modo en que los mercados de carbono convierten la culpa medioambiental en producto financiero. En este sentido, La primera obra de arte evitada se inscribe en la genealogía del arte conceptual que hizo del vacío un material: de Yves Klein (Niza, 1928-1962) a Robert Barry (Nueva York, 1936), pasando por la crítica institucional de Hans Haacke (Colonia, 1936). Pero Piñol va un paso más allá al incorporar la dimensión contractual como parte de la obra. La evitación no es solo poética; es notarial, certificada y monetizable, lo que devuelve al público a la paradoja del presente: incluso la inacción tiene valor de mercado.
Presentada pocos meses antes de la COP30, la acción resuena como una parábola sobre las contradicciones de la lucha climática global. Piñol convierte la no-producción en símbolo de responsabilidad, pero también en un espejo incómodo: ¿hasta qué punto las promesas de descarbonización son otra forma de retórica performativa? Su gesto —a la vez lúcido y provocador— plantea que la ética del arte podría consistir, hoy, en renunciar a construir.
En un mundo saturado de infraestructuras, de imágenes y de discursos sobre la sostenibilidad, Piñol opta por el silencio material y la visibilidad simbólica. Su “obra evitada” no se contempla, no se toca y no se habita, pero deja una huella conceptual más nítida que muchas esculturas monumentales.
Con esta acción, Josep Piñol confirma su posición como una de las voces más incisivas de la nueva generación del arte conceptual español. En su práctica, la crítica institucional y la conciencia climática convergen en un mismo punto: el de un arte que ya no busca producir objetos, sino desactivar sistemas.
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Josep Piñol Curto (Tivenys, 1994) es un artista visual cuya práctica transita entre la performance, la instalación, el videoarte y la fotografía. Su obra se despliega como un ejercicio de revelación, una investigación persistente sobre lo que se oculta tras la superficie de lo visible: las zonas mudas de la experiencia y los mecanismos invisibles que articulan la subjetividad y las estructuras que la sostienen.
Dos pulsiones complementarias atraviesan su práctica: una deriva introspectiva que rastrea las capas afectivas y culturales de la memoria personal, y un gesto crítico que interroga las narrativas de poder que configuran el presente. El cuerpo —individual y colectivo— se presenta como superficie de inscripción y conflicto, donde se condensan las tensiones entre lo somático y lo normativo.
Desde su debut con la exposición Senegal S-12 (2012) en Tarragona hasta la polémica performance Santa Baldana (2024), Piñol ha trazado una evolución desde lo documental hacia lo especulativo, y desde lo biográfico hacia lo estructural. Actualmente trabaja entre Madrid, Barcelona y el Delta del Ebro, en una práctica que se resiste a la conciliación y entiende la incomodidad como un lugar de verdad.
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