08 septiembre 2022

‘Vislumbres de la madeja de cristal’, una aproximación a la obra de Mary Hurrell

de

Chris Fite-Wassilak explora la obra Mary Hurrell, ganadora ex-aequo del premio de Adquisición 'BECAUSE OF MANY SUNS' 2021, de la CollezioneTaurisano.

Mary Hurrell, 'Periscope', 2021. Cortesía de la artista.

El año pasado, Blush Response (2020) de la artista sudafricana Mary Hurrell (1982) fue ganadora ex aequo del Premio de Adquisición BECAUSE OF MANY SUNS  —iniciado por la CollezioneTaurisano (Nápoles) en colaboración con Art-o-rama Marseille. Presentada en el Salon Immatériel de la feria francesa por Nicoletti Contemporary (Londres), se trata de una pieza sonora. El crítico de arte afincado en Londres, Chris Fite-Wassilak, ha tejido un ensayo crítico que exibart.es traduce al castellano y comparte con el público.

[Scroll down for the original English version of the text].

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Una línea atraviesa en línea recta, una hendidura tallada en la piedra caliza que cose un hilo claro de un lado a otro. Sobresale lo suficiente como para dejar una pequeña sombra; justo por debajo de ella corre otra línea, ligeramente más superficial, y otra por debajo de ésta, una y otra vez: un listado de líneas que, desde esta distancia, se asemejan considerablemente a un conjunto de pentagramas en blanco para partituras, a la espera de ser anotadas. Al acercarse, la aparente suavidad de la superficie da paso a una textura más granulosa y rojiza, la chispa de los minerales perdidos que se atomizaron en lo que se convirtió en una cantera, sin embargo, muchos años antes, ensanchándose en una serie de innumerables protuberancias y momentos cóncavos, pequeños ángulos y subidas, donde la línea del ojo se rompe constantemente y, otra vez, se pierde momentáneamente, se vuelve a alinear.

Una superficie es una especie de piel que perfila el exterior de un contenedor u otro ser: un edificio, una caja, un cuerpo, una frontera. 

Surge un sonido, distante pero no inconexo a las líneas de piedra de arriba: voces medio hinchadas en ondas ascendentes forman el telón de fondo de un paisaje musical. La música construye su propio edificio, un muro de emisiones vocales —»ah» y «oh»— alargadas en capas, salpicadas de puntuaciones entrecortadas de intentos de enunciar palabras que se cortan inmediatamente. Lentamente construye la sensación de estar encerrado en una habitación, una cámara de eco lleno de sonidos sintéticos en la que nos encontramos durante un tiempo.

Y aquí, en esta habitación, una voz automatizada comienza a actuar sobre y alrededor de este telón de fondo, estableciendo sus propias frases descriptivas recortadas. El cuerpo es una cifra, dice, un monumento codificado para los recuerdos. Invoca una lista de colores que parecen imposibles: beige cibernético, reina del lirio de tigre, canción incendiada, bailarina de la sombra, niebla fluida; cada nombre es en sí mismo un código para conjurar un tono dentro de nuestras propias cabezas mientras los escuchamos.

Blush Response, de Mary Hurrell, es una obra sonora; una pieza que sustituye a una exposición ausente y que, al mismo tiempo, responde a una escultura ausente que rebota en ella. La escultura, una piedra desobediente y poco manejable tallada como si un modernista fuese enmascarado como un mesopotámico, es una tumba para una figura literaria, que no es importante. Pero la interrupción de la superficie sí lo es: en algún momento, a lo largo de los años, se instauró la tradición de marcar la piedra con besos cargados de pintalabios. Se levantó una barrera de metacrilato para preservar la tumba; la propia barrera transparente se convirtió en una portadora de floridos matices de marcas de labios. Esas huellas están aquí sólo en la impresión, en el listado de los nombres improbables de los colores de la barra de labios, en el hablar y en el moverse oblicuamente alrededor de la piel inquieta de la escultura. 

La presencia que crea Blush Response es fugaz, efímera, una construcción momentánea que, una vez transcurridos sus quince minutos, vuelve a disiparse en la niebla mental. En el espacio que evoca, podemos captar fragmentos de imágenes, vislumbres imaginadas de materiales paradójicos: un glaciar de alabastro. El mármol y el hielo son fantasmas recurrentes aquí, formas sólidas que tienen una especie de translucidez impenetrable: una superficie inestable, que permite algo de luz en el interior, antes de negar una mejor visión o entendimiento. Una «ella» incierta y quimérica navega por esta sala, que se cierne como una niebla con miembros de conquiolina. Tal vez sea ella la que ejecuta las suaves desfiguraciones descritas oblicuamente por la voz robótica de la matrona, ella que es la autómata del grafiti; pero ella también se aleja en pedazos, otro objeto suelto entre los fragmentos corpóreos.

Hay un movimiento de hinchamiento aquí, como la inhalación y la exhalación. La superficie se mueve ambiguamente para engrosar su contenedor, para perforar y fluctuar su flujo irregular.

Tales movimientos hacen eco con otras obras recientes de Hurrell, que resuenan en torno a la maraña de cuerpos, superficies y sonidos. Una voz automatizada similar acompaña la performance grabada en vídeo de Periscope (2021): la cámara rodea un edificio angular de cristal, en el que podemos ver el interior, pero sólo los reflejos de otros edificios de cristal que lo rodean. En algunos momentos, una artista, que lleva una especie de bata hecha a partir de pliegues mates de lo que parece una especie de látex en rojo sangre, y un pañuelo de seda rosa que le cubre la cara, se mueve lentamente por esta superficie. Aquí se habla de un paisaje igualmente fragmentado, de horizontes nacarados donde los órganos se funden con arquitecturas deformadas. Aquí, de nuevo, hay un cuerpo sin masa que se mueve a lo largo de una superficie opaca y semipermeable que cambia y se transforma sin cesar. 

Mary Hurrell, ‘Periscope’, 2021. Cortesía de la artista

La narradora desapasionada se pregunta entonces: ¿Completaré, pues, el misterio de mi carne?

Esta pregunta reverbera en Periscope, Blush Response y en toda la obra de Hurrell, que triangula instalaciones escultóricas, performances y obras sonoras como ésta. Cada aspecto de su obra desempeña diferentes funciones dentro de una coreografía más amplia que vuelve una y otra vez a esta cuestión, y a las cuestiones de presencia que la acompañan, a los problemas de estar en el presente, a cómo las cosas parecen incesantemente diferentes, se sienten diferentes, son diferentes, de un momento a otro, de un ángulo a otro, de una pantalla a otra. Aquí, la voz es un razonamiento, que nos mueve y nos guía; el espacio es el contenedor, que nos sostiene durante un momento incierto; y el cuerpo es el conducto entre ambos a través del cual mediamos, exploramos, perturbamos, explotamos.

Un movimiento da paso rápidamente al siguiente; un breve enunciado da paso a otro y a otro: encuesta a través de la superficie; las caderas se curvan como los huesos, entona la narradora. Cada uno de estos gestos —lingüísticos, sonoros y musculares— son únicos, aunque una instancia paralela y vinculada de encarnación surrealista y contradictoria, otra faceta. El misterio no se completa, sino que sólo se vuelve cristalino: cada movimiento es otra superficie que difracta y despliega aún más el misterio. El espacio que construye Hurrell es un espacio de telas cambiantes, de movimientos lentos, de cuerpos disolutos: uno es similar al siguiente, paralelo y todavía ligeramente diferente. El modo en que la luz incide sobre ciertas telas al moverse, el modo en que un determinado gesto encierra la posibilidad de la emoción mientras no dice nada, el modo en que los momentos de palabras y sonidos escuchados pueden plantarlas como recipientes móviles. Perfilado en piel, tela, vidrio, hormigón, ondas sonoras, que con su rítmico desplazamiento e hinchazón, a través del movimiento, se vuelve —por un breve momento— aparente, emergente, antes de volver a ser opaco. 

Mary Hurrell, ‘Periscope’, 2021. Cortesía de la artista.

La superficie es una madeja, un nudo enmarañado de hilos de líneas de pensamiento, de vista, de tacto. Skein* (‘madeja’ en inglés) deriva del francés antiguo para designar un ovillo; skin (‘piel’) del nórdico, relacionado con el holandés para desollar, pelar. Pero al compartir sonidos, se vinculan como gemelos improbables, comparten un problema circular de enredo y límite.

Los movimientos de Hurrell sugieren imaginar una herramienta para navegar por este espacio, la forma imposible de una madeja de cristal: un mineral tejido que es a la vez mutable e inmóvil, que podemos desplazar constantemente en el intento de comprender el misterio de la carne, una carne que es plástica, zumbante, cableada y vaporosa.

*El título original del texto es Glimpses of the Crystal Skein [Vislumbres de la madeja de cristal].

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Mary Hurrell, ‘Periscope’, 2021. Cortesía de la artista.

English version

A line runs straight across, an indent carved in limestone that seams a clear thread from one side to the next. It juts out just enough to leave a small shadow; just below it runs another, slightly shallower, line, and another below that yet again, and again: a listing of lines that from this distance bear no small resemblance to a set of blank staves for sheet music, waiting to be annotated. In drawing closer, the apparent smoothness of the surface gives way to a more granular, ruddy texture, the spark of lost minerals that atomised into what became a quarry however many years previously, widening into a series of innumerable bumps and dips, small angles and rises, where the line of the eye is constantly broken and again, momentarily lost, brought back in line.

A surface is a skin of sorts, outlining the exterior of some container or another: a building, a box, a body, a border.

A sound arises, distant but not unrelated to the lines in stone above: swelling half-voices in rising waves form a backdrop of a musical landscape. The music sets up its own edifice, a wall of layered elongated ‘ah’s and ‘oh’s dotted with staccato punctuations of attempts to begin enunciating words that are immediately cut off. It slowly constructs the sense of being held within a room, an echo chamber of synthetic sounds within which we are placed for a time.

And here, in this room, an automated voice begins to act on top and around this backdrop, setting out its own clipped descriptive phrases. The body is a cipher, it says, a coded monument to memories. It calls up a list of seemingly impossible-sounding colours: cyber beige, tiger lily queen, torched song, shadow dancer, fluid fog, each name itself a code for conjuring up a shade within our own heads as we hear them.

Mary Hurrell’s Blush Response is a sound work; a piece that stands in for an absent exhibition, while at the same time responding to and bouncing off of an absent sculpture. The sculpture, an unwieldy stone carved as modernist masquerading as Mesopotamian, is a tomb for a literary figure – who isn’t important. But the interruption of the surface is: somewhere over the years, a tradition was set to mark the stone with lipsticked laden kisses. A plexiglass barrier was erect to preserve the tomb; the transparent barrier itself then became the bearer of florid shades of lip marks. Such traces are here only in imprint, in the enlisting of lipstick colours’ unlikely names, in speaking and moving obliquely around the sculpture’s unsettled skin.

The presence Blush Response creates is fleeting, ephemeral – a momentary construction that after its fifteen minutes pass again dispels back into mental fog. From the space it conjures we can grab snatches of imagery, imagined glimpses of paradoxical materials: an alabaster glacier. Marble and ice are reoccurring ghosts here, solid forms that have a kind of impenetrable translucence: an unsteady surface, that allows some light inside, before denying further insight. An uncertain, chimerical ‘she’ navigates this room, who hovers like a mist with conchiolin limbs. It is maybe she who enacts the soft defacements described obliquely in by the matronly robotic voice, she who is the graffiti automaton; but she, too, drifts away in pieces, another object set loose among the corporeal fragments.

There’s a swelling movement here, like breathing in and out. The surface moving ambiguously to swell its container, to punctate and fluctuate its irregular flow.

Such movements find echo in other recent works by Hurrell – resounding around the tangle of body, surface, and sound. A similar automated voice accompanies the videoed performance of Periscope (2021): the camera circles an angular glass building, where we can see inside, but only the reflections of other glass buildings surrounding it. In glimpses, a performer, wearing a robe of sorts made from the matte folds of what looks like latex in blood red, a pink silk-like scarf covering their face, moves slowly along this surface. Here, we hear of a similarly fragmented landscape, of nacreous horizons where organs merge with warped architectures. Here, yet again, is a body without mass that moves along an opaque, semi-permeable surface that endlessly shifts and transforms.

The dispassioned narrator then asks: Will I complete the mystery of my flesh?

Such a question reverberates throughout Periscope, Blush Response, and out to Hurrell’s wider bodies of work, that triangulate between sculptural installations, performance and sound works such as this. Each aspect of her work carries different roles within a wider choreography that returns, again and again to this question, and its attendant, vapor questions of presence, of problems of being in the present – how things incessantly appear different, feel different, are different, from moment to moment, angle to angle, screen to screen. Here, the voice is a rationale, moving us through and guiding us; space is the container, holding us for an uncertain moment; and the body is the conduit between them through which we mediate, explore, disrupt, explode.

One movement gives way quickly to the next; one short utterance moves on to another and another: surveys through surface; hips curve as bones, the narrator intones. Each of these gestures – linguistic, sonic and muscular – are unique, though a parallel and linked instance of surreal and contradictory embodiment, another facet. The mystery does not complete, but only becomes crystalline: each movement another surface that further diffracts and further unfolds the mystery. The space Hurrell constructs is one of shifting fabrics, slow movements, dissolute and dissolving bodies: one is similar to the next, parallel and still slightly different. The way the light falls on certain fabrics as they move, the way a certain gesture holds the possibility for emotion while saying nothing, the way moments of heard words and sounds can plant these as mobile vessels. Outlined in skin, cloth, glass, concrete, sound waves, that with its rhythmic shifting and swelling, through movement, becomes – for a brief moment – apparent, emergent, before becoming yet again opaque.

Surface is a skein, a tangled knot of threads from lines of thought, of sight, of touch. ‘Skien’ derives from old French for a ball of yarn; ‘skin’ from the Norse, related to the Dutch for to flay, to peel. But in sharing sounds, they link themselves as unlikely twins, share a circling problem of entanglement and boundary.

Hurrell’s movements suggest imagining a tool for navigating this space, the impossible form of a crystal skein: a woven mineral that is both mutable and immobile, that we may constantly shift in the attempt to understand the mystery of flesh, a flesh that is plastic, humming, wired and vaporous.